Zamora observaba como el cielo quedaba despejado para ver cómo la Virgen de la Soledad procesionaba por la muerte de su hijo. Sujetando unas velas que no mejorarían la luz durante las horas de sol, pero que alumbraban las calles de la ciudad cuando caía la noche estaban las hermanas de la cofradía.
Todas juntas partían a las ocho de la tarde de la Iglesia de San Juan, para recorrer Santa Clara y la avenida de Alfonso IX para volver al casco antiguo por San Torcuato. La climatología parecía entender el dolor de la Virgen, porque no ponía obstáculos a la procesión en ningún momento, ayudando a que los zamoranos pudieran ser testigos y compañeros de luto por la muerte de Jesús.
Las hermanas, cubiertas por el capuchón de su capa negra se dirigían a la plaza Mayor para, sobre la luz de sus velas, realizar el acto más representativo del Sábado Santo zamorano, la Salve a la Virgen. Ella, situada en el centro, con las manos entrelazadas y un manto más sencillo que el que portaba en la madrugada del viernes, veía como las damas la rodeaban para unirse a su dolor a través de sus cánticos.
El final de la procesión se materializaba cuando la Banda de Música de Zamora interpretaba el Himno Nacional para que la Virgen de la Soledad pudiera sufrir en solitario la pérdida de su hijo en su templo sede, con la esperanza de que el Domingo de Resurrección terminara con su pesar.
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